El historiador y académico del Departamento de Historia de la Universidad de Santiago de Chile, Dr. Maximiliano Salinas, reflexionó en su reciente columna de El Desconcierto sobre la concepción del amor en la élite chilena, el racismo colonial y el amor divino, desde una perspectiva histórica.
Compartimos la columna, a continuación:
En Chile el pensamiento conservador enseñó una concepción desgarradora y arribista del amor. Exaltó, por una parte, el amor divino, civilizado. Despreció, por otro lado, el amor humano como bajo, bárbaro. Esto instaló una moral violenta, que acentuó las desviaciones de la psique humana. El amor divino, sublime. El amor humano, vulgar. Así nació el racismo colonial. El amor verdadero lo vivían los blancos, los colonizadores europeos. El amor carnal era propio de los bárbaros, los indígenas apenas humanos. Jaime Eyzaguirre, maestro espiritual de la élite del siglo pasado, enseñó: “No cabía, por otra parte, congruencia entre el alma española y el alma araucana. El español, como todo occidental, y aun en grado mayor, creía en los valores del espíritu, tenía la esperanza colmada de ideales y había dado con la esperanza del cielo una finalidad extratemporal a su vida. El araucano, en cambio, era del todo negado a la abstracción y sólo reaccionaba frente a lo tangible y sensorial […]. Es sólo el instinto sin freno lo que sabe apreciar. Y por eso el araucano ignora el respeto por la mujer, y exalta la sexualidad, el robo y la borrachera.” (Jaime Eyzaguirre, “América, meta de la caballería”, Chile en el tiempo).
El amor divino lo encarnaron los varones de la monarquía católica. Proseguía Eyzaguirre: “Dentro, solo y hasta con desamparo del cielo, camina el amor divino. Fuera, desenvuelto, se agita el amor humano […]. En la lucha de los dos amores, el más alto, aunque en retirada, no deja de testimoniar su presencia […]. Un Martín de Aranda Valdivia y un Horacio Vechi, misioneros jesuitas, entregarán alegres sus vidas en manos de la ferocidad araucana que quisieron doblegar por la fe […]. En fin, un Alonso de Ovalle […] irá, no obstante, a buscar la compañía repugnante de los negros esclavos para servirles” (J. Eyzaguirre, Fisonomía histórica de Chile). La élite expresa el amor divino con esta relación retorcida con los pueblos indígenas y africanos. Morir “alegremente” con la “ferocidad araucana”, buscar la “compañía repugnante de los negros”. A propósito del amor, ¿qué dijo Eyzaguirre del conquistador Pedro de Valdivia? Su relación con las mujeres no fue más que una experiencia ordinaria, carnal: “¿Conoció Pedro de Valdivia las inquietudes del amor? ¿Ejerció la mujer imperio sobre su destino?”. ¿Quién fue Inés de Suárez? “Lo que le liga a ella apenas trasciende del campo meramente fisiológico”.
El amor divino de Valdivia fue su heroísmo imperial, la expansión nacionalista de la España austríaca: “No podía Valdivia dilapidar afectos ni dejarse subyugar por el encanto de una mujer, cuando ya se tenía por entero entregado al cumplimiento de una obra gigante. En él se hace carne la idea de forjar una nación, de ir desdoblando de la nada el mapa de un nuevo reino, si dar espacio en el corazón a otro fruto del sentimiento”. El conquistador es un misionero, entregado al amor divino de la ocupación militar de Chile. Desdoblando de la nada, como un símil de Dios. El historiador interpretó de igual modo a Diego Portales, el empresario conservador del siglo XIX: “Siglos más tarde y en la misma tierra, Diego Portales, fijado en la inmensa tarea de sedimentar un Estado aun de informe estructura, se dejaría asir en esta misión todas las sensibilidades del espíritu y actuaría también frente a la mujer como dueño de un instrumento de deleite” (Fisonomía histórica de Chile).
Para la élite el amor carnal se asoció a expresiones mecánicas, funcionarias. Según monseñor Jorge Medina: “Un acto sexual fuera de matrimonio es como una caja de cambios fuera del automóvil: algo sin sentido y sin función propia. O como un cheque sin fondos” (J. Medina, Este misterio es grande en Cristo y en la Iglesia. El matrimonio cristiano, 1981). El amor divino de la pareja no apareció en los ambientes católicos de la élite chilena. “Llama la atención que no se conozca alguna pareja de casados que se haya caracterizado por la santidad de su relación matrimonial y que hoy pudiéramos presentar como testigos ilustres de este sacramento” (F. Vergara, P. Ortúzar, A. González, “El matrimonio, camino de santidad”, revista Mensaje, 293, 1980).
La élite blanca no exaltó el amor humano, el expresivo y deslumbrante sentimiento de la morenidad chilena. Un profesor de colegio católico no logró entender el poema “Piececitos” de Gabriela Mistral. La poeta cantaba al niño descalzo no sólo con el alcance de la conmiseración: “El hombre ciego ignora / que por donde pasáis / una flor de luz viva / dejáis; / que allí donde ponéis / la plantita sangrante / el nardo nace más/ fragante”. El niño del pueblo es una maravilla sobre la tierra. Escéptico, comentó el académico: “¿Quién puede imaginar que los pies de un chicuelo descalzo van dejando flores de luz viva y haciendo brotar nardos?” (Pedro Nolasco Cruz, Estudios sobre la literatura chilena, 1940).
Al fin, con sus prejuicios, la élite chilena no vio ni compartió la humanidad amorosa del pueblo. No hace muchos años un postrer discípulo de Jaime Eyzaguirre narró la historia religiosa de Chile con tanta predilección por el señorío blanco y católico que no tuvo consideraciones con la vida amorosa del pueblo indígena, africano y mestizo, los ‘miserables’, en el lenguaje técnico de la administración colonial (Gabriel Guarda, La Edad Media de Chile. Historia de la Iglesia 1541-1826, 2016). El orden debía ser blanco y católico. Así de simple y simplón. En 1894 dijo el sabio alemán Rodolfo Lenz: “En Chile parece faltar por completo entre la gente ilustrada ese amor y cariño al pueblo bajo” (Anales de la Universidad de Chile, 1894). Más de cien años después, Francesco Borghesi, historiador de la Universidad Católica, lo volvió a constatar: “Yo creo que lo singular de la élite chilena es la falta de amor a su propio pueblo. Es decir, dirigieron a un pueblo que no amaron, del cual en el fondo no se preocuparon, del cual se sintieron separados por razones de raza, o bien, por razones de cultura” (Ana María Stuven, Chile disperso. El país en fragmentos, 2007).
Puedes revisar la columna en detalle, aquí: bit.ly/3nLqjvL