Fuente: The Clinic.
Un año después de la filtración, las palabras de Morel siguen siendo uno de los episodios más significativos para explicar lo ocurrido. El audio puso de manifiesto la fisura estructural sobre la que se ha construido una bandera tricolor, que desde hace un año, se enluta anticipadamente: a un lado está Morel y los suyos, los “privilegiados”, legítimos administradores y soberanos del territorio; y al otro, están todos los demás, los “alienígenas”.
Según dice la etimología, el alienígena remite al nacido en otro lugar, los extraños y extranjeros, los otros que desconozco y temo. Hasta hace un año, el privilegiado no sabía realmente de los otros, de los muchos otros que son una mayoría apabullante, y que tras la revuelta, aparecieron, por primera vez, en el radar como temibles invasores. No hay que olvidar, que hace sólo algunos meses, altas autoridades confesaron que desconocían las condiciones de vida y hacinamiento de nuestro país.
Aunque indigne, la metáfora del alienígena es potente. Por décadas, muchos de los no-privilegiados no tenían rostro, viviendo marginados e invisibilizados. Chile se medía por estadísticas, crecimiento y mejoras porcentuales; la tiranía del número escondía a su representante de carne y hueso. Su escasa participación en los procesos electorales sólo aumentó la exclusión, su ser ignorado y desconocido: el círculo se cerraba y el alienígena terminaba, además, como un alienado de sí mismo.
En el primer aniversario 18-O, la conmemoración contó con las mismas alteridades que caracterizan al movimiento social chileno desde su nacimiento. Se trata de un conglomerado con distintos actores, alienígena también entre sí, altamente heterogéneo, pluridiverso, mayoritariamente acéfalo, profundamente indignado y desconfiado de la institucionalidad, muy especialmente, de la política y la policía.
Algunos se manifestaban con pancartas referentes al próximo plebiscito. Otros miles, con estandartes mapuche, o con distintivos de barras de fútbol. También hay quienes caminan sólo flameando las banderas nacionales negras, anticipando el duelo que Chile se da a sí mismo y a sus distinciones entre privilegiados y alienígenas. Con performance y música celebraban algunos; pero también unos pocos, quemando, saqueando o despreciando a políticos como pasó con Daniel Jadue.
Para nadie es sorpresa que tras eso que denominamos “estallido social” o “revuelta popular” se reúnan los más disímiles intereses y propósitos. La diversidad de la franja por el Apruebo es su mejor ejemplo.
¿Comprendemos entonces que el próximo domingo nos jugamos todo? Algo que va más allá de los resultados y de la posibilidad de rechazar o aprobar un proceso de cambio constitucional. La apuesta es más alta: saber si realmente “Chile despertó”, como tanto se alardeó y vitoreo en su momento.
Pues despertar no significa solamente aprobar para que Chile pueda darse su propia constitución nacida en democracia y ojalá respetuosa de las distintas voces que nos componen. Tampoco despertar puede significar que todos expresen las mismas visiones o voluntades anticapitalistas, anti-neoliberales o del tipo que fuere.
Sería iluso esperar que el plebiscito sea expresión de grandes acuerdos de la ciudadanía. Igualmente ingenuo sería esperar que el apruebo o el rechazo ganen con mayorías abrumadoras. Sabemos, desde el fin de la dictadura, que Chile es un país dividido. El audio de Morel nos lo recuerda.
E igualmente divididas y ampliamente variadas son las expectativas asociadas a una posible nueva Constitución. Por eso, lo que razonablemente deberíamos esperar del despertar chileno no es el milagro de la unidad nacional, sino más bien un despertar alíen 2020 concreto: la convicción de que la política y el voto importan.
Independiente de lo que resulte del plebiscito, lo decisivo no será únicamente su resultado, sino más bien la magnitud de su convocatoria. Pues, incluso si gana el apruebo por amplia mayoría, ésta no será realmente representativa a menos que el universo total de votantes posibles se correlacione con el número de quienes efectivamente van a las urnas. Si en el próximo plebiscito, se constata una baja participación de la ciudadanía similar a la elección presidencial pasada, en la que votó menos del 50% del total de inscritos, entonces observaremos la más triste de las noticias: que Chile sigue dormido, alienado.
El despertar del votante alienígena es la única forma de superar la paradoja política en la que estamos. Pues el acuerdo del 15 noviembre, cuando la clase política respondiendo a la diversidad de demandas sociales planteadas desde 18-O, buscó darle una respuesta institucional a quienes precisamente desconfiaban al máximo tanto de esa misma clase como de sus instituciones. Desde luego, el acuerdo no es perfecto. No obstante, representa un hito fundamental para la reactivación de la institucionalidad y forjar las bases para recuperar una nueva confianza.
Si en el plebiscito se involucra una amplia mayoría de personas y hace suya la oportunidad de expresarse mediante un voto, independiente de sus resultados, Chile ya habrá ganado. Pues con ello se inicia un camino, donde la política y la democracia vuelven a estar en sintonía; se recuperan como dominios institucionales y representativos necesarios para cualquier cambio, supervigilados y mandatados por sujetos pensantes, involucrados y esperanzados con esta nueva oportunidad.
Luego de tantas dificultades vividas desde hace un año, con heridos, mutilados y muertos; pero también con una tasa de cesantía altísima y una crisis económica y sanitaria desgarradoras producto de la pandemia, nos debemos todo. Y recién el 25 de octubre, tendremos evidencia empírica de si Chile verdaderamente despertó del letargo que vivió durante años. Obligando a generaciones completas a no tener opinión, a no involucrarse ni hablar de política en la mesa, a creerlo un tema tabú y de mal gusto. Conveniente despolitización alienadora que este 25 de octubre, espero, se revierta en el voto expreso de todos los alienígenas conscientes, nunca más alienados, que inauguren una voz nueva que piensa, demanda y construye.