La pandemia del Coronavirus nos confronta con la muerte como una paradoja desgarradora: como bullicio numérico y como silencio afectivo. Durante los últimos días, la controversia en torno a la metodología del Ministerio de salud (MINSAL) para informar los casos de fallecidos por Covid-19, se escuchaba fuertemente en todos los medios. Y, sin embargo, ese mismo conteo escandaloso y disputado contrasta con el silencio fúnebre que les rodea, y debe rodear, a las víctimas siguiendo protocolos sanitarios.
La pandemia que nos afecta hace más de 100 días, y que es motivo para extender el Estado de Excepción en nuestro país por 90 días más, ha logrado intervenir todos los ámbitos de nuestra vida. Desde luego en el ámbito de lo público (teletrabajo y teleducación, por ejemplo), así como en el terreno de lo privado (la teleamistad y la conectividad social digital). En particular, ha llegado a invadir incluso una de las prácticas privadas y públicas más delicadas: el rito fúnebre.
Debido a la urgencia sanitaria, la autoridad estableció protocolos sanitarios para la realización de funerales de personas fallecidas por COVID-19. Evidentemente, estos protocolos son necesarios para resguardar la salud pública y evitar la propagación del virus.
A diferencia de otras enfermedades más contagiosas post mortem como la malaria, la Organización Mundial de la Salud (OMS) no mandata ni la cremación de cadáveres, ni la prohibición de sus ritos fúnebres. Sin embargo, si se ve la necesidad de establecer requerimientos sanitarios para evitar el contagio, pero que dificultan aún más el ya de suyo complejo proceso de duelo que viven cientos de personas.
Las indicaciones son conocidas; entre ellas cuenta el no tocar al cadáver, ni sus pertenencias; que sólo sea vestido por personal capacitado y, en caso de fallecer en hospital, luego de que el cadáver sea sanitizado es trasladado a la morgue en una bolsa hermética. Luego de ello, es puesto en un sarcófago donde los familiares no podrán ver más al difunto y en el funeral sólo podrán ser acompañados por un número limitado entre 10 y 20 personas.
La muerte corresponde, sin duda, a uno de los asuntos más difíciles de asumir; sea afrontar la posibilidad del propio fin, sea aceptar la muerte del otro. La pandemia nos confronta cotidianamente con la posibilidad de la muerte; todos los días representada en cifras más altas. No obstante, mientras más estadística se vuelve la muerte, menos parece que la honramos, pues la muerte, ya nos decía Heidegger, nos individualiza radicalmente. Pero los protocolos sanitarios, necesarios en pandemia, parecen obligar a despersonalizar la muerte. Se homogeniza el ritual bajo un paradigma sanitario; todos mueren igual, silenciosos y más solos que nunca. ¿Cómo abordar esta complejidad sin poner en riesgo la salud pública, pero dando el debido respeto a los difuntos?
La muerte ha tenido siempre una interpretación y significado no solo individual, sino profundamente cultural e histórica. Dependiendo de las culturas, los ritos mortuorios involucran distintos tipos de acciones, concretas o simbólicas, para rendir tributo y acompañamiento al difunto y brindar apoyo y consuelo para quienes sufren la pérdida. Si bien existen diversos ritos fúnebres, convengamos que el funeral se presenta como una ocasión profundamente social.
Los asistentes a un funeral se sienten obligados moralmente a asistir, sin ser invitados, bien sea para despedir al difunto, bien sea para darle consuelo a sus familiares. Los funerales son espacios naturalmente abiertos, centrados en la persona difunta y el acompañamiento de las familias; ocasión muchas veces de reencuentro familiar y de revitalizar lazos. No obstante, es la participación de los otros, ajenos al grupo familiar cercano lo que permite que la perdida sea también un hecho a lamentar colectivamente.
Hoy los funerales y los entierros no pueden ser concurridos por aglomeraciones ni para homenajear, ni para acompañar; mucho menos para abrazar a quien llora desconsoladamente; tampoco parece que se da espacio a que la muerte se lamente y se visibilice aquel dolor a través del cuerpo. Los cadáveres están ocultos, no hay despedida contemplativa, ni táctil con el cuerpo muerto; solo el llanto y el grito de tristeza parece ser lo que queda al que duela. Pero, ¿podrán llorar tan libres y gritar tan fuerte como necesitan sin una comunidad de otros que acompaña?
Ponerle límites a las ceremonias fúnebres no es nuevo. En el medioevo, los muertos (de sectores privilegiados) eran localizados en sectores comunes con los vivos, enterrados en los patios de las iglesias; los pobres, por el contrario, arrojados en fosas comunes, sin nombres. Esta pandemia extrema la tendencia de separar lo vivo de lo muerto que aparece al menos desde el siglo XIX en adelante, como resultado del desarrollo de conocimientos médicos e higiénicos. Ahora bien, estos conocimientos si bien restringen provisoriamente el rito fúnebre, se debe resguardar su significado simbólico.
Ciertamente, la muerte está cada vez más localizada en sectores específicos; quienes preparan los cuerpos son las funerarias, y ellos también son los que ofrecen muchas veces los espacios velatorios. Las prácticas fúnebres en su concreción se ven obligadas a cambiar, por diversas razones, pero no por ello debe perder su sentido. Por ejemplo, encontramos cada vez más frecuentemente formas individuales de conmemorar, ritos propios que individualizan y personalizan al difunto e incluso alertan a los vivos; por ejemplo las animitas en carreteras o a ciclistas. Eso demuestra que el ser humano encuentra sus formas, incluso no institucionalizadas y privadas, de rendir tributo y lugar a los muertos.
En el contexto de esta pandemia es preciso buscar nuevas formas simbólicas de despedida con los difuntos y de darle espacio al duelo de quienes lo necesitan. Esto ha llevado ha incorporar recursos digitales para actualizar rituales y modernizarlos, por ejemplo, mediante la transmisión de ceremonias fúnebres y entierros vía streaming en Alemania e Italia, o enviar mensajes de condolencias vía redes sociales o, incluso, optar por los cementerios online que buscan fortalecer el recuerdo de las personas fallecidas sin apego a un lugar geográfico específico.
Las opciones pueden parecer frías en tanto digitales, pero permiten darle un lugar simbólico, ojalá transitorio, a un rito fundamental para los seres humanos como lo es la despedida y dar cabida así a un duelo con consuelo y con las menores consecuencias psicológicas posibles.
El desafío es claro: la protección de la salud de los vivos debe ser prioridad, pero no por ello olvidando a nuestros muertos. Una cultura de la memoria con los difuntos exige respetarles individual y socialmente. En el plano individual implica respetar al máximo la voluntad post mortem de los fallecidos, limitado sólo de ser necesario por la normativa sanitaria. Si alguien deseaba ser cremado, exhumado o donado a la ciencia, esos deseos deberían ser vinculantes. Respetar los últimos deseos de un difunto expresa reconocerle, devolverle un último determinar justo ahí, donde no podemos determinar más.
La tarea social, por su parte, es proporcionarle reconocimiento y visibilidad a la muerte en el espacio público. No olvidar a los muertos por COVID-19 exige que seamos capaces de representar arquitectónica o simbólicamente ritos de duelos colectivos que nos unifiquen, sin credos particulares, a conmemorarlos contribuyendo desde ya a generar una cultura que recuerda. Eso le haría muy bien a nuestro país.