El mundo vive hoy la crisis sanitaria más importante de los últimos años. La declaración de pandemia a razón del masivo y exponencial contagio del COVID-19 ha puesto el foco en el riesgo para la salud de miles de personas, y a la vez ha impuesto un reto a los gobiernos en su capacidad de respuesta frente a dicha pandemia.
El Coronavirus ha desafiado a los gobiernos por dos razones fundamentales. En primer lugar porque las pandemias son hechos excepcionales. Son ese tipo de coyunturas que ningún gobernante quisiera enfrentar, pero para la que toda institucionalidad debiera estar preparada.
En segundo lugar, porque es de alcance global, lo que nos hace comparar cómo los gobiernos enfrentan la situación. Esta combinación de excepcionalidad y globalización, pone en tensión principalmente a las instituciones públicas, y en especial a las democracias que ya venían entrando a una situación de vértigo. Los ciudadanos están atentos a cómo las autoridades enfrentan – o no- la situación de crisis que los afecta.
La excepcionalidad de las pandemias, entendidas como la propagación mundial de una nueva enfermedad [1] ha generado históricamente un desafío no sólo de salud pública, sino también económico, social, político, y también un desafío de seguridad, lo que impone una cuota importante de incertidumbre.
La pandemia tiene además la característica de ser un fenómeno global, ya que dada la globalización económica y especialmente la alta movilidad de personas, puso de manifiesto que los desafíos actuales de las democracias son multidimensionales, globales y nuevos. Es el caso del COVID-19. Esta es una crisis multidimensional, que desnuda problemas críticos para las democracias actuales: la desigualdad, la violencia social y la capacidad institucional de abordar los principales problemas de las sociedades actuales.
Si bien el Coronavirus afecta al mundo, los chilenos tenemos nuestra atención puesta en cómo el Gobierno y las principales instituciones públicas abordan la situación. La pandemia llega en un escenario de estallido social, donde la movilización social, el rol de los alcaldes y la experiencia de un proceso participativo en 2016, empujaron a una salida institucional a través de un proceso constituyente, como camino de reconstrucción del pacto social a través de una nueva Constitución.
Una demanda por mayor justicia social, por equidad de género y por mayor participación en la toma de decisiones, dejó a la administración Piñera con un alto nivel de desaprobación ciudadana, así como también a las principales instituciones del país. ¿Cómo puede entonces la democracia chilena abordar este nuevo escenario?
El carácter excepcional y global del virus, puso en un paréntesis la movilización social en las calles, pero profundizó y transparentó aún más las causas del malestar social. La dimensión del contagio, y sus consecuencias económicas, ha hecho visible las grandes desigualdades sociales de Chile: desde los focos de contagio, la posibilidad de hacer cuarentenas preventivas para proteger la salud sin poner en riesgo el empleo –en la mayoría de los casos precarios-, el transporte público, y un sistema de salud pública débil e insuficiente.
Se ha instalado en el debate público la inseguridad que sienten los chilenos en términos de protección social, pero también de la violencia social expresada en violencia de género que recrudece con el aislamiento requerido para prevenir contagios. Además, se ha profundizado la percepción de incapacidad de las autoridades de tomar decisiones, autoridades cuestionadas por la autogestión ciudadana, por los expertos a través del Colegio Médico y nuevamente de los alcaldes.
La dimensión de esta crisis requiere de respuestas institucionales, colaborativas y pensando en el bienestar integral de la población. Hemos visto a través de los medios de comunicación y redes sociales como los países enfrentan la pandemia.
El rol del Estado en la economía y políticas sociales robustas parecen ser factores críticos para aquellos que están acertando, como el caso de Alemania, Canadá o Francia, donde sus lideres no han dudado en poner los recursos del país en la protección de sus ciudadanos.
La crisis requiere una respuesta institucional pues al desnudar problemas estructurales como la desigualdad o la violencia, no podrá abordarse por liderazgos individuales o sólo con respuestas puntuales. Es fundamental la colaboración entre el mundo público y privado, entre el Estado y la sociedad civil, y sobre todo se requiere la colaboración multilateral a nivel global.
Por eso son bienvenidas la decisión de conformar una Mesa Social, y la señal del mundo político de reafirmar el proceso constituyente como instancia democrática de deliberación para un nuevo pacto social. El desafío es enorme, pero las decisiones que tomemos hoy son importantes para lo que viene.
[1] Definición dada por la Organización Mundial de la Salud, OMS.