«Hay pasados que no pasan y que nos pesan, que dejan huellas indelebles en las narrativas de nuestra historia, y ese lugar es el que le corresponde al 11 de septiembre de 1973», enfatizó la Decana de la Facultad de Humanidades.
En el marco del especial “50 años del Golpe de Estado en la UTE”, lanzado por Diario Usach, la Dra. Cristina Moyano Barahona participó como una de las voces que analizan los acontecimientos del último medio siglo y cómo han impactado tanto a nivel país, como en lo intrínseco de nuestra sociedad. Esto en su columna de opinión titulada “Los trabajos de la memoria y de la historia. 50 años del golpe de Estado en Chile”, que puedes leer a continuación:
Los procesos de significación del pasado, la relación que establecemos desde el presente con lo ocurrido en el tiempo, no tienen predeterminaciones y forman parte de los debates políticos que en las distintas sociedades se disputan respecto de la organización de la experiencia y mediante el cual el presente coloniza el pasado. Es también una disputa por el futuro, por cómo el pasado se revincula con los destinos que siempre se mueven hacia la expectativa de un “por realizar”.
Las memorias sociales o colectivas conforman uno de esos registros, ordenando los discursos, generando símbolos y derroteros de una organización temporal, que busca dotar de identidad a distintos grupos en los presentes que, en contexto de interacción generacional, conllevan visiones contrapuestas, compartidas o consensuadas. Ni la memoria es un mecanismo cerrado para siempre, ni existe una sola manera de recordar. Nuestras experiencias cruzadas por la dimensión espacial, de género, de clase y de etnia, no nos permite tener una visión única ni lineal sobre los pasados que se han estructurado como articuladores del presente que vivimos. Hay pasados que no pasan y que nos pesan, que dejan huellas indelebles en las narrativas de nuestra historia, y ese lugar es el que le corresponde al 11 de septiembre de 1973.
El quiebre de la democracia en Chile, el fin del proyecto de transformación social que lideraba la coalición de la Unidad Popular, el inicio de la feroz dictadura cívico militar que durante 17 años transformó radicalmente a nuestro país, en su estructura económica, social cultura y política, se inauguró ese 11 de septiembre de 1973. El Chile que hoy habitamos es el que nació con el bombardeo a la Moneda, con violaciones sistemáticas a los derechos humanos, que aplicó políticas de shock para configurarnos en la mejor probeta del neoliberalismo y que consagró su extensión más allá del 11 de marzo de 1990, a través de una carta magna aprobada fraudulentamente mediante plebiscito en los albores de los años 80.
50 años posterior a dicho acontecimiento traumático, todavía hay mucho que reflexionar. Si en los 90, como planteara Steve Stern, una de las memorias emblemáticas que circulaba en torno al Golpe de Estado, era la de una caja cerrada, que operaba como mordaza para conducir al olvido, convivía con otros marcos de significación, tales como la “herida lacerante”, “la consecuencia democrática” y “la salvación”. En los decenios de su conmemoración se han abierto nuevos debates a la luz de los nuevos presentes, porque tampoco sería apropiado generar una imagen de una continuidad absoluta, una especie de sociedad congelada, donde no ha habido cambios sociales, económicos, políticos y culturales.
Sin embargo, y precisamente porque el presente de la conmemoración organiza la relación con el pasado y lo que queremos traer de modo reflexivo a nuestro momento contemporáneo, es que, si en la conmemoración de los 30 o 40 años del Golpe parecía que se había erosionado con fuerza esa memoria emblemática de la salvación, hoy esa memoria ha reaparecido. Muchos creímos que después de la detención de Pinochet en Londres, que post caso Riggs, que los efectos de las comisiones de verdad y reparación, las condenas en los Tribunales de Justicia y fuertes movimientos sociales que cuestionaron la obra de la Dictadura, había quedado atrás el fantasma de los retornos autoritarios, que la democracia se erigía como un valor indiscutido y que había una condena transversal a las violaciones a los derechos humanos. Todo eso que pareció un triunfo importante de numerosos movimientos sociales y políticos y que tomaron cuerpo monumental-material en el museo de la memoria y en otros emblemáticos lugares de memoria, hoy corre el riesgo de relativizarse o de incluso de negarse. Con estupor uno puede ver en las calles la movilización del movimiento Team Patriota que compara a Pinochet con Bukele, aduciendo la necesidad de esa mano dura y que invoca en pancartas un nuevo 11 de septiembre. Es cierto, pueden ser una minoría, pero no por ello dejan de expresar una sensibilidad que crece en el mundo social popular chileno.
Las recientes declaraciones de líderes de la derecha chilena, tradicional y radical, han vuelto a poner en la palestra de la opinión pública tres cuestiones que creíamos desterradas con la promoción de una cultura pro derechos humanos. En primer lugar, la máxima de que no existe nada, ni siquiera una crisis social o económica, que pueda justificar la violación sistemática a los derechos humanos. Eso hoy se ha relativizado, a la luz de octubre del 2019, pero también bajo el discurso de la inseguridad, el crimen organizado y parece que hay ciertos sectores sociales que pueden volver a tolerar los horrores de los crímenes de estado, con el fin de garantizar el orden, la seguridad y el respeto irrestricto a la propiedad privada.
En segundo lugar, que la democracia perdida nos había permitido revalorizar dicho régimen como el mejor sistema existente para organizar los gobiernos. Sin embargo, cuando la desafección se expresa en baja participación electoral, cuando las encuestas de opinión pública revelan que a las personas les resulta indiferente el régimen político y que pareciera que este puede ser transado por mayor bienestar material, entonces, parece que lo perdido hace 50 años, no resulta tan valorado como creímos en estos años de recuperación de la democracia institucional. Y es cierto, quizás, lo más débil de este período de pos dictadura fue no haber logrado avanzar a una democracia sustantiva o a un proceso de democratización más profundo.
En tercer lugar, la máxima que ningún régimen autoritario- ni de derecha, ni de izquierda- puede garantizar la paz social sin sacrificar la libertad, ni erosionar las instituciones que nos permiten resolver civilizadamente los conflictos. Hoy se relativiza a la luz de las experiencias del crecimiento de la derecha radical en varios países, quienes en una cruzada neoconservadora han levantado los valores de la familia, la propiedad y la tradición como los grandes baluartes de una sociedad que se destruye, según ellos, a manos de los feminismos, de la conquista por derechos reproductivos, por la dignidad, la seguridad social, y por un bienestar integral eco sustentable basado más en la colaboración intergeneracional que en la competencia individual.
Es otras palabras, a 50 años del Golpe, las lecturas que se habían realizado respecto de la necesidad de instalar una intransable cultura de respeto a los derechos humanos, a la democracia institucional y a la libertad en sus múltiples dimensiones, se ponen en discusión cuando se vuelve sobre el pasado y se les resta importancia a las atrocidades cometidas, en pos del orden, la seguridad y la propiedad. En suma, si creímos que el futuro democrático era algo que se había consagrado como gran lectura de lo ocurrido en Chile hace 50 años, hoy merece la pena enarbolarlo con más fuerza, porque en el ruido de la ciudad parece diluirse frente a las estridentes voces que, sin pudor, relativizan o niegan lo ocurrido en nuestro país, pese a que la herida sigue lacerante y cuya cicatriz, a la luz del actual momento constituyente, muestra que no está totalmente cerrada.
Dra. Cristina Moyano Barahona, Decana de la Facultad de Humanidades de la Usach y Presidenta de la “Comisión 50 años”.