Fuente: The Clinic.
En tiempos de pandemia, el amor ha sido uno de esos pequeños grandes asuntos que cotidianamente nos llenan de inquietud. Y aquí amor lo circunscribo al ámbito romántico. Sea que se trate de personas que convivan con sus parejas, o que mantengan relaciones amorosas a distancia, recientes o duraderas, o incluso de los contactos y relaciones amorosas surgidas o finalizadas durante la pandemia. El COVID-19 no nos ha quitado la posibilidad tan humana como ninguna, de amor y desamor. Y quizás en estos tiempos, donde el imperativo de la salud parece primar por sobre los demás asuntos, ¿no será tiempo de preguntarnos por el amor, o más pertinente, por la posibilidad de un amor saludable?
Porque parece que el amor está hoy enfermo. Se sabe que durante la crisis sanitaria los terapeutas han recibido más consultas que nunca, muchas de ellas motivadas por conflictos amorosos. También las solicitudes de divorcio han aumentado a nivel global; y las razones son conocidas: el desbalance entre tareas laborales y domésticas, el agobio por la crianza de los hijos, la falta de intereses comunes, la disminución del deseo sexual, etc. El amor parece que dura hasta una pandemia. La filosofía, por cierto, no nos puede dar terapia en el sentido clínico, ni libertad en el sentido jurídico. Pero sí puede proporcionar una mirada, un conocimiento que, de algún modo, tiene su propio efecto terapéutico y liberador.
Contrario a la visión popularizada, el amor va mucho más allá del puro sentir. El amor tiene “sus razones”, como advertía Pascal; razones que son psicosociales, culturales o también fisiológicas -conocido es el influjo de las hormonas como la serotonina, la dopamina o la oxitocina en el amor-. Pero la multidimensionalidad del amor queda demostrada en la frase “te amo”, tan típica del amor romántico: pronunciada una vez, todo cambia. Decir te amo también es decir “siento amor por ti ahora y mucho más que sólo ahora”, te amo y “me importas”, te amo y “me preocupo por tu bienestar”, te amo y “cuentas conmigo”, etc. Un universo entero de nuevas responsabilidades, expectativas, sensaciones y promesas se inician con el primer e irreversible “te amo”. El amor comienza, verdaderamente, cuando se pronuncia.
Pero el amor no siempre fue entendido como amor romántico. Este se populariza recién desde el siglo XVIII en adelante, pero domina en nuestros días, como piensan algunos, como una nueva religión: nadie cree en Dios, pero todos en el amor. Evidentemente, eso no contradice que hubiera habido antes grandes amores: la poesía, la literatura, el arte y la música nos dan noticia de ello. Pero es indudable que el amor romántico, con todas las sutiles diferencias con las que podemos entenderlo, no es hoy la excepción, sino un ideal extendido. Pero este ideal también adolece.
Como indica la socióloga Eva Illouz, gran estudiosa del tema, el amor antes era circunscrito a un modelo principalmente económico. Las personas se emparejaban o eran emparejadas bajo la consigna de asegurar y estabilizar la existencia; encontrar protección, aseguramiento material o reconocimiento social. La idea de que el amor romántico, es decir, el amor como un sentimiento, sea la justificación del vínculo amoroso se basa en un modelo emancipatorio, muy distinto al anterior. Mientras que en el paradigma pretérito la unión se mantenía ante todo por razones económicas o sociales, las personas priman hoy más su libertad –para amar y ser felices– antes que mantener un vínculo por cálculos materiales. Ciertamente eso es una ganancia sin igual en materia de autonomía; ninguna persona debería estar obligada a estar con otra por una carencia material o social del tipo que fuere. Especialmente para las mujeres esto ha sido decisivo para el reconocimiento de su dignidad e integridad: nadie cuestionaría que es un progreso enorme que las mujeres podamos votar, tener licencia de conducir, trabajar, adquirir bienes o abandonar una relación sin consentimiento del marido, como antaño.
Pero, el paradigma emancipatorio tiene sus costos. Y en ellos también repara Illouz. Basta mirar nuestros estilos de vida, con altos niveles de divorcios y separaciones. En sociedades capitalistas como la nuestra, el amor no escapa del todo al cálculo y pasa a convertirse en un bien de consumo entre otros; las relaciones son vistas como inversiones (de tiempo) y que, evaluado su rendimiento (erótico, amoroso, parental, etc.), o bien se mantiene (por rendir lo esperado) o se desecha para buscar una nueva inversión. En sociedades de consumo, hipersexualizadas y mediatizadas, el amor y los amantes, son tanto o más exigidos a mantener un rendimiento de alto nivel constante, y en una diversidad de ámbitos, que ni los más atléticos enamorados podrían satisfacer.
Lo llamativo, sin embargo, es que esta nueva forma desvinculada de vincularse no parece ir asociada a una mayor felicidad. Al contrario, muchos de quienes terminan una relación, pese al duelo, mantienen la esperanza ansiosa de un nuevo amor. O quienes mantienen una relación amorosa tienen altas expectativas; por las que padecen si no se cumplen, o se sienten ellos mismos en deuda por no saciar las del otro. Y ya nos dijo Schopenhauer hace mucho sobre las expectativas: uno sufre más de ellas, que de la realidad misma.
Al amor se le define racional e irracional; natural y divino, duradero y volátil, altruista y egoísta, apacible e impetuoso, suave y apasionado, bondadoso e iracundo, y la lista sin duda seguiría por unas cuantas páginas más, sin por ello simplificar en algo el escenario. Pero el amor es eso: algo complicado. Que el amor sea complicado dice, siguiendo la etimología, que es algo que tiene pliegues, capas y rollos. Pero en Chile, curiosamente, decimos que estamos en un “rollo amoroso” o que estamos “enrollados” en un tono negativo, como si la complicación y el amor fueran asuntos dispares. ¿Y si entendemos al amor como siendo siempre un rollo? Justamente la omisión de ese carácter complicado del amor parece ser un primer error al intentar comprenderlo. Acaso sea también indispensable no sólo buscar, sentir, pretender o sufrir por amor, sino también, a veces, pensarlo.
Aquí hay que repetir: es un avance que las personas no estemos unidas a otras por necesidad, por miedo o por ninguna razón distinta que una voluntad libre. Pues precisamente esa voluntad que con soberanía se ata a otro es expresión de genuina libertad. Pero ese vínculo libre del amor romántico parece justamente estar en peligro, antes de la pandemia, frente a la exigencia continua. El amor enferma a veces no de desamor o por falta de cuidados, sino por el requerimiento injusto de ser la cura ante todo mal.