Fuente: The Clinic.
Las impactantes imágenes de la acción de un carabinero empujando a un manifestante, un menor de 16 años, al río Mapocho estremecen al observador, que conoce algo de su historia. Pues se reviven dolores, una serie de traumas aún no procesados y que, hasta el día de hoy, pululan impunes en nuestra memoria.
Una imagen perturbadoramente similar a lo que jamás esperamos volver a ver; y que recuerdan a esos muertos flotando en el mismo río tras el Golpe de Estado de Augusto Pinochet en 1973. Esas violaciones a los Derechos Humanos de antaño se repitieron desde octubre del 2019 con muertos, enceguecidos, abusados sexualmente y mutilados, y parecen volver a repetirse también este 2020 por agentes del Estado. Y mucho se comenta nuevamente, como si lo hubiéramos olvidado, que se necesita reformar estructuralmente a Carabineros de Chile. No cabe la menor duda de aquello o mañana cualquiera de nosotros -incluso el (aún) protegido defensor del rechazo- podría ser el siguiente.
Pero el avance en aquella tan necesaria materia debe ir en paralelo con un reconocimiento público de que la impunidad condena a la repetición de la injusticia. Las atrocidades cometidas por la institución de Carabineros de Chile, incluida la del muchacho de 16 años, deben ser asumidas gubernamentalmente y sometidas al escrutinio público en búsqueda de justicia. Pues en una comunidad, únicamente si hay justicia, puede haber sosiego y voluntad para recuperar confianzas, tanto hacia el Estado como hacia sus agentes. Quizás entonces sería realmente recomendable algunas lecciones de ética donde logren comprender, de una buena vez, la importancia fundamental de la justicia.
Pues justicia se dice de muchas formas. Es uno de los conceptos más controvertidos de la filosofía práctica, es decir, del terreno de la ética y la política. Con todo, existe acuerdo de que uno de sus aspectos centrales consiste en que inexorablemente guarda relación con los otros, con una comunidad. La justicia trata de lo que nos debemos los unos a los otros, recíprocamente. Hay dos formas de entenderla, las cuales creo pertinente atender. Por un lado, la noción formal de justicia, fundada en la idea del cumplimiento de un ordenamiento jurídico, de un marco de ordenanzas legales, reconocido como mandatorio por una comunidad. Bajo este respecto, lo justo es lo correcto, lo que concuerda con una norma o ley establecida e, injusto e incorrecto, su incumplimiento. Por otro lado, y atendiendo más a su contenido, la justicia es entendida como una función que promueve o restablece un trato correcto entre personas o instituciones. En ese sentido, se encarga tanto de reglar formas adecuadas, es decir, equitativas de intercambios entre las personas (cómo adquirir bienes, por ejemplo); como también de velar por reestablecer el orden tras una transgresión, mediante castigos igualmente equitativos. El castigo es el mecanismo que busca reestablecer un orden violentado.
Ahora bien, el castigo consiste en la respuesta que da una comunidad de derecho ante la transgresión del orden jurídico. En la medida de que existe una ley o norma que fue violentada, y que el perpetrador pueda ser responsabilizado por ello, es posible levantar una acusación en su contra. Tras probar que el perpetrador es culpable de los cargos, éste puede ser castigado. Y existen dos propósitos claros que busca conseguir un castigo: o bien, siguiendo a Immanuel Kant, el castigo busca reestablecer el daño causado por una acción determinada; o bien, como sugiere Platón, la pena no solo castiga el hecho concreto del perpetrador, sino que el castigo puede además ser ocasión preventiva, para evitar que el daño vuelva a ocurrir en el futuro.
Con relación al actuar reiterativo de Carabineros de Chile en su proceder contra el respeto de los Derechos Humanos, violentando a una ciudadanía que está mandatada a proteger, el mal que ha causado no se reduce al perpetrado por determinados uniformados, sino que hablamos de un daño con responsabilidad institucional. El castigo, por tanto, debería seguir una fórmula mixta entre la kantiana y platónica, que permita ejemplarmente sancionar a la institución de Carabineros, así como individualmente a los autores materiales de los delitos.
Sin embargo, y como dijimos, antes de que haya un castigo debe ser establecida y reconocida una culpa. Ese es el requisito fundamental para que, posteriormente, se acuerden las formas o mecanismos de reparación apropiados. Ese reconocimiento, en el caso de Carabineros debe ser institucional, del mismo modo que institucionalmente intentaron, mejor dicho, mintieron, tres veces -a la luz de lo revelado por la Fiscalía-, para encubrir la acción del colega en el puente Pío Nono; obstrucción de la justicia por parte de quienes deben resguardar el orden público.
Y si la justicia es entonces correctiva, tras ese reconocimiento habría que establecer los procedimientos para compensar el agravio. Desde luego, esa corrección podría no ser por vías punitivas. En la vida cotidiana, observamos que rara vez castigamos a quienes nos ofenden; más bien, si el ofensor reconoce su mal obrar, se arrepiente y se disculpa. Muchas veces, nuestro perdón es suficiente para reestablecer el mal ocasionado. Tanto el perdón como el castigo son mecanismos para romper la asimetría entre víctima y victimario, y reestablecer justicia. No obstante, en casos de ofensas graves o de ultrajes tan serios como los demostrados por nuestra policía, difícilmente puede servir el perdón, como un medio suficiente de reparación. Mucho menos puede el perdón ser demandado por el agresor. Se hace urgente entonces el castigo del actuar descontrolado y bárbaro de los agentes del Estado y que, de faltar, no solo hará imposible la justicia, sino también, la tan vitoreada paz.
La impunidad es una de las formas más dolorosas de injusticia. Pues ello implica que quien ha sido dañado, no obtiene reconocimiento de su perjuicio ni posibilidad de reparación. En Chile, el actuar de Carabineros, año tras año, solo engrosa la lista de personas vulneradas en sus derechos fundamentales y acumula denuncias por corrupción, imparcialidad, obstrucción e hipocresía. Pero esa impunidad no ha logrado ganarle al mandato “ni olvido, ni perdón”. Por el contrario, lo fortalece: el hecho impune es una herida abierta que con el paso del tiempo, en vez de menguar, solo logra acumular resentimiento; más resentimiento genera más dolor, y donde el dolor crece, la memoria no calla.