Fuente: The Clinic
El alto porcentaje de la población que votó en favor del Apruebo probó de manera empírica que Chile no es un país políticamente polarizado. Que más del 78% de los votos respalden el cambio constitucional expresa que una mayoría significativa apoya la opción, un hecho muy distinto al plebiscito en el que ganó el “No” con poco más del 55%. Desde luego, ello no significa que no existan diferencias, mas éstas tienen una índole propia.
Tras los resultados, se ha comentado mucho que la disyunción representa una tensión entre el “pueblo” y la “élite”. Y algunos ahondando en esa tesis, como lo hace Juan Carlos Eichholz, asegura que el verdadero conflicto no se centra en la desigualdad, sino más bien en un problema de falta de “empatía” de la élite política y empresarial hacia sus “hijos”, el pueblo trabajador. La interpretación debería indignar tanto a las denominadas “élites” como a los presuntos “hijos-pueblo”.
Exploremos la propuesta de Eichholz. Primero, supongamos que en Chile, efectivamente, existe una élite conocida por una amplia mayoría de chilenos y chilenas y que no sea sólo una marca famosa de pañuelos. Imaginemos además, tal como la dibuja Eichholz, que esta élite representa una minoría educada y culta, con influencia política, económica y empresarial, pero que, pese a sus noblezas, ha fallado porque se desentendió de sus tareas fundamentales: la dirección empática, afectiva incluso, de “sus hijos”, el pueblo.
¿Se entiende lo ofensivo de la propuesta? Estamos hablando de una élite influyente, que concentra en sí una serie de fuerzas, poderes y hasta saberes, como dice Eichholz, pero que ¿es incapaz de responder a las demandas de sus “hijos”? Si el planteamiento busca representar a la élite nacional, éstas deberían buscarse un mejor vocero o nosotros definitivamente mejores élites. Pues en la propuesta, Eichholz compara una situación de responsabilidad política nacional con un conflicto familiar y privado, como si se hubiera inspirado en los infortunios televisados de una familia minoritaria y adinerada como la Calderón-Argandoña.
Peor aún es el modelo paternalista que supone su reflexión. Cuando compara la relación entre la élite y el pueblo en códigos de relaciones familiares, al modo de “padres e hijos”, la propuesta impone una asimetría inadmisible para el análisis de la política nacional.
Un acto paternalista refiere, como indica su nombre, al intento de que un individuo o un Estado se entienda a sí mismo como autoridad, pater o “padre”, y actúe para resguardar el bienestar de terceros (personas o ciudadanos) y para protegerlos incluso sin su aprobación o incluso en contra de su voluntad. En el caso de los padres de facto, el paternalismo se justifica aunque tampoco de forma ilimitada. Pues se les reconoce el legítimo derecho de la crianza de sus hijos, no obstante sólo en la medida de que aquella libertad de enseñanza no amenace o contravenga el bien superior del niño o niña. Pero además, y no menos importante, esa atribución e incluso deber de resguardo y protección va de la mano con la idea de que los menores no son considerados como sujetos plenamente autónomos y/o soberanos de sí. Con todo, saber desde cuándo un niño o niña es un sujeto autónomo, es ya materia de múltiples controversias en cuestiones relativas a consentir tratamientos médicos, elección de género o también de responsabilidades penales.
Pero en el caso de una ciudadanía votante no hay justificación para paternalismos de éste u otro tipo. Comparar a la gran mayoría de ciudadanos que votó por el Apruebo con una población de infantes es, por lo menos, insultante.
Pues parece una estrategia reciclada para, nuevamente, desatender el mensaje político de fondo. Si antes se criminalizaba la protesta y su descontento social, ahora se le infantiliza; mientras que en el 2019 ninguna demanda era válida porque se trataba sólo de actos de violentistas y antisociales que “no respetan a nada ni a nadie”, cual salvajes irracionales, en este 2020 se advierte que el Apruebo es conducido por “niños” y “niñas” que poco pueden decidir y deliberar, razonadamente, sobre el país que quieren. Pese a los distintos enfoques, en ambos casos, la táctica es la misma: se minimiza, se irracionaliza y, con ello, se anula el fundamento de un cambio constitucional.
¿Puede haber peor obstinación? Como si en las urnas sólo reinara la voz de una masa salvaje y no pensante. Incluso después de que el 78% de los votantes estuviera dispuesto a creer en una propuesta institucional, a colaborar en consolidar una alternativa al conflicto social que se desató, justamente, contra la institucionalidad política y Estatal. Con esta evidencia empírica ineludible, además de la certeza de que muchos jóvenes por primera vez se sintieron voluntariamente interpelados a votar, aún así, ¿quieren algunos seguir tapando el Sol con el dedo y leer en estos resultados sólo berrinches de unos cuantos “niños”?
Hace 2500 años, hubo una minoría distinta en Occidente y que era mucho más que un pañuelo, sobre todo más que un puñado de comunas, apellidos o colegios. Una minoría que descubrió el logos como posibilidad abierta a los seres humanos, una capacidad para acceder a la realidad por medio del propio juicio, de la deliberación y de los argumentos por sobre autoridad cultural, sacerdotal o del tipo que fuere. Por cierto, también por sobre la pura empatía, de la cual , según Eichholz, carece la presunta élite chilena.
Pero no es empatía en primer lugar lo que debería entrenar mejor una élite que no escucha, sino justamente atender al logos. Pues, lo que exigen quienes fueron a las urnas es su reconocimiento expreso como equivalentes; como sujetos pensantes cansados de compasiones, asistencias y donaciones, por parte de los gobernantes de turno; sujetos de derecho que quieren una Constitución que no los paternalice ni les diga cómo vivir ni qué hacer, sino que les permita un suelo de protección mínimo para que cada uno pueda ser el adulto libre que desea ser y que hoy, es privilegio heredado de sólo un puñado.