Fuente: The Clinic.
En el último mes de un año en extremo difícil y en gran parte desesperanzador, las cuentas son por cierto todo menos alegres. Empero, conviene quizás hacer el intento terapéutico de rastrear algunos aprendizajes a partir de la tragedia, aventurarnos a pensar si el dolor que trajo este 2020, como sugiere Nietzsche, podría “hacernos más fuertes”. Pero ¿qué expresa “hacernos más fuertes”?
Más fuerte no puede indicar ser más seguros. La pandemia logró justamente lo contrario; estremecer de raíz una serie de seguridades con la que vivíamos cotidiana y regularmente. No obstante, y en medio del derrumbe, sería una torpeza pasar por alto que de entre las creencias que más sólidamente se ha instalado en el imaginario colectivo, incluso planetario, destaca la relacionada con la ciencia.
La pandemia ha puesto en evidencia la importancia de la investigación y las ciencias. Creyentes o no de otras soluciones posibles, pero poco probables (una cura milagrosa por obra y gracia divina, por ejemplo), advertimos, desde el inicio de la pandemia, que se robustece una esperanza cada vez más fuerte en la respuesta científico-médica. En efecto, cada titular noticioso que informa de los avances porcentuales respecto de la eficacia de alguna de las vacunas contra el Sars-CoV2 en fase 3 (probando su efectividad en grupos masivos), venía acompañado de un suspiro fecundo de alivio y esperanza.Por el contrario, sus fallos, errores o ineficiencias sembraban la impotencia y el desaliento.
Ciertamente, la respuesta científica encarnada en una vacuna eficaz y segura no puede, ni jamás podría, solucionar los grandes problemas éticos, sociales y políticos que azotan al globo. Pero bien pueden servir de instancia compensatoria para sobrellevar mejor estos conflictos –si dejamos de contagiarnos, enfermar y morir por el Sars-CoV2 podremos tener oportunidad de pensar en solucionar los temas pendientes.
En medio de la incertidumbre podríamos entonces aprender de la tragedia, y defender con más fuerza el valor de la ciencia. No obstante, vivimos en un país que es gobernado al revés.
Pues, a sabiendas de la importancia de la ciencia y la investigación para enfrentar la pandemia, el Gobierno propuso recortar el presupuesto nacional 2021, entre otras, precisamente en materias de ciencia e innovación, así como de recursos para la Educación Superior. Un disparate.
Pues es indiscutible que la investigación y las ciencias, aún sin pretender una salvación utópica de la humanidad, pueden proporcionar herramientas claves para afirmar nuestra debilitada cotidianidad –a mayor largo plazo, por cierto, que las medidas asistenciales como cajas o bonos que son “pan para hoy y hambre para mañana”.
Si bien es cierto que mediante una serie de acuerdos entre oposición y oficialismo, y de la participación de una múltiples actores y expertos, fue posible revertir las medidas que perjudicaban duramente a las universidades estatales, así como también restituir los 67 mil millones del Ministerio de Ciencias destinados a fomentar la innovación en los desafíos futuros del país, el logro no es sino mediocre.
Revisemos cifras un momento: Antes de la pandemia, en 2019, Chile aportó un 0,36% del Producto Interno Bruto (PIB) a investigación e innovación; la cifra más baja en los últimos cinco años. Alemania, por ejemplo, informa una inversión de aprox. 3,1% el 2018, ratificando un incremento porcentual sostenido desde 1996. Evidentemente ambos países tienen realidades económicas y sociales muy distintas, por lo que no se trata de que se iguale dicho porcentaje. Sin embargo, es imprescindible avanzar en materia de inversión en investigación e innovación, para que, por lo menos, dejemos de ser el país de la OCDE con el menor aporte en cuestiones tan indispensables.
Pues no se trata solamente de pensar en respuestas científicas para enfrentar la actual crisis sanitaria. Muchos de los problemas nacionales podrían tener una mejor respuesta estatal, si se reconoce que la investigación y el desarrollo científico son asuntos claves para un crecimiento y progreso sostenible del país, con efectos decisivos en materias no sólo económicas, sino también sociales.
Pensemos en dos materias donde la investigación científica podría tener un altísimo impacto: la minería y el envejecimiento poblacional. Sabemos que una economía como la nuestra, basada en gran parte en el extracción de recursos naturales no renovables, como lo es la explotación del cobre o lo que se proyecta con el litio, impacta seriamente no sólo en nuestro medio ambiente y en las comunidades aledañas, sino que además nos esclaviza a ser suministros de recursos para otras potencias productivas –las que sí cuentan con un mayor desarrollo científico-tecnológico.
Asimismo, y, respecto a desafíos sociales urgentes como lo es el resguardo y fomento de la salud de una población que envejece aceleradamente, ello no solo exige mejoras concernientes al actual sistema de pensiones, sino también a la oferta de tratamientos médicos que permitan retrasar el envejecimiento biológico, previniendo así la aparición de enfermedades asociadas a éste. Para lograr dicha meta, al igual que en el caso anterior, se requiere de una mayor inversión nacional destinada a investigación y ciencias. Bajo ese paraguas, ojalá alojado en la nueva Constitución, se debería garantizar no sólo el financiamiento de las diversas ciencias naturales y/o tecnológicas, sino también, dado su invaluable contribución para estudiar y comprender los grandes cuestionamientos de la sociedad y de lo humano, en las ciencias sociales y humanas.
Sin hacer culto a las ciencias, deberíamos como mínimo concordar que su omisión es una negligencia. Las ciencias no son creencias absolutas; sólo nos proporcionan un conjunto de teorías apoyadas en la interpretación de diversas observaciones y datos, con hipótesis verificadas (o falseadas) que los expertos presentan a una comunidad científica para intentar comprender la causalidad y/o correlación de determinados fenómenos. Esa comunidad quiere y necesita de la atención de sus pares; incluso también de su crítica; pero jamás puede ser ciencia desde el descuido. Ojalá este Gobierno pueda, entonces, “cientifizarse” un poco; para dejar de omitir y sobre todo integrar aprendizajes de la crítica.