La defensa de la democracia requiere despertar de la complacencia y reconocer que las amenazas no vienen solo de autoritarismos evidentes, sino de la erosión silenciosa que cada rumor, mentira y/o noticia falsa contribuye a construir. La democracia se construye diariamente con decisiones informadas, acciones éticas y la negativa a participar en la cultura de desinformación.
Hoy se sabe que las campañas electorales se ganan o se pierden a través de las redes sociales, por eso, es fundamental reflexionar acerca del riesgo inminente de los «susurros» escondidos tras el cobarde anonimato, teorías sin fundamento y amenazas veladas que se propagan a la velocidad de la luz. Estas prácticas perversas, muchas veces financiadas desde personajes que ostentan el poder a nivel mundial, o que aspiran a tenerlo, tienen como objetivo el socavamiento del «tejido social democrático», aquel que «recuperamos» hace menos de un suspiro en la historia reciente de nuestro país, y que, tal como podemos observar mirando al otro lado de la cordillera, es un proceso que no solo destruye las instituciones de manera abrupta, sino que socava la dignidad de las personas, como el agua que perfora la roca.
Hoy, solo bastan algunos clics, algunas capturas de pantalla sin contexto, para generar una opinión, y una narrativa alternativa puede tomar forma en minutos. Esta velocidad de propagación supera cualquier capacidad de verificación individual, institucional y colectiva, creando un vacío informativo que los actores indecorosos se apresuran a llenar, especialmente cuando el pensamiento crítico y reflexivo es un territorio cada vez más deshabitado.Las amenazas siempre son cobardes, pero las anónimas que se esconden tras las redes sociales y que están particularmente dirigidas a figuras de representación públicas de cualquier índole, periodistas independientes, disidencias y activistas de derechos humanos, se han normalizado creando un clima de miedo que inhibe la participación y la comunicación dialógica de la que hablara Paulo Freire. Esta violencia simbólica genera lo que los sociólogos denominan «autocensura preventiva»: las personas comienzan a moderar sus opiniones antes incluso de expresarlas, por temor a las represalias.
En las universidades, esto es particularmente destructivo porque la libertad académica —el derecho a co-educarnos y debatir sin temor a represalias— es el corazón mismo de la vida universitaria y la producción de conocimiento. Las universidades, por ser espacios de formación de pensamiento crítico y práctica democrática, han sido históricamente blancos predilectos del autoritarismo porque saben que controlar las universidades es controlar el futuro. Por eso, cabe recordar aquí las palabras de Miguel de Unamuno en un acto en la Universidad de Salamanca en octubre de 1936, durante la Guerra Civil Española: “Este es el templo del intelecto y yo soy su supremo sacerdote. Vosotros estáis profanando su recinto sagrado. Diga lo que diga el proverbio, yo siempre he sido profeta en mi propio país. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta en esta lucha, razón y derecho.Me parece inútil pediros que penséis en España.”
En este sentido, y teniendo en cuenta que los linchamientos públicos, la incitación al odio y la discriminación son terreno fértil para que el autoritarismo se instale, es preciso, hoy más que nunca, recordar el legado del Rector de la UTE, Enrique Kirberg: «La nueva universidad deberá ser una universidad democrática, pluralista y participativa. Democrática desde dentro y desde afuera. Esto quiere decir que debe ser la comunidad la que fije las metas, los proyectos, sus prioridades […] formar hombres libres. […]. El hombre libre aumenta su potencial creativo en forma colectiva. De aquí emana la necesidad de formar ciudadanos conscientes. La ética se mide en consecuencia con esta vara…» (Enrique Kirberg. La Universidad y los Valores Humanos…, 1991.).
La democracia, y en particular la que debiera sustentar las prácticas cotidianas al interior de una universidad pública, estatal y compleja como la nuestra, debiera sostenerse tal como planteaba Paulo Freire en la comunicación dialógica como método de educación. Freire entendía que «Enseñar, exige saber escuchar». La importancia de la ética es central porque es la que promueve la solidaridad, la responsabilidad y la justicia social, pero al mismo tiempo nutre la reflexión crítica, entendida como la herramienta esencial para la comprensión profunda de la realidad.
Para que un diálogo de estas características pueda darse, es fundamental que todas las personas y colectivos involucrados presten atención a las opiniones y preocupaciones de l@s/es otr@s/es, de manera respetuosa y sin prejuicios, pero sobre todo, generando espacios de participación genuina, y no sólo a través de ceremonias democráticas, como son los infinitos comunicados de ida y vuelta a los que nos hemos acostumbrado en las últimas semanas. No se trata solo de transmitir o imponer el conocimiento que creo poseer de forma unilateral, sino de co-construir conocimiento a través de la interacción y el respeto mutuo, donde tod@s y cada un@ de los miembros de la comunidad debieran tener cabida, como sujetos de derecho, que somos.
La fragmentación brutal que vive la comunidad universitaria y la sociedad en su conjunto, nos recuerda el éxito del sistema neoliberal a ultranza en el que vivimos, donde el logro del individualismo deshumanizante, tiene como algunas consecuencias la desconfianza, la anulación de las diferencias como una forma de minar la riqueza de los vínculos humanos sustentados en el afecto y el respeto hacia otr@/e, lo que a su vez se traduce en la seria dificultad que hoy experimentamos para promover espacios democráticos sustentados en la participación activa de ciudadanos libre-pensadores, o mejor aún, como diría Galeano: senti-pensantes.
No debemos subestimar la gravedad de lo que estamos observando. Las amenazas y la intimidación no son fenómenos nuevos ni casuales; son herramientas históricamente probadas del repertorio del autoritarismo, que pavimenta el camino para el fascismo. Desde los camisas pardas de Hitler hasta los escuadrones de la muerte latinoamericanos, los movimientos autoritarios han utilizado sistemáticamente el miedo como arma política para silenciar la oposición y crear un clima de terror que facilite sus objetivos: convertir lo extraordinario en ordinario, lo anormal y la violencia en lo cotidiano.
Cuando la confianza en los hechos compartidos se desploma, también lo hace la posibilidad de encontrar soluciones democráticas a los problemas colectivos. Si no podemos dialogar para ponernos de acuerdo sobre cuál es la realidad, ¿cómo podremos ponernos de acuerdo sobre qué hacer con ella? Y si en las universidades —espacios privilegiados de co-producción y verificación de conocimiento— no podemos construir consensos basados en evidencia y debate riguroso, ¿dónde los construiremos?
Combatir este fenómeno requiere un esfuerzo tanto individual como colectivo, porque como señalé en otra reflexión: «Nadie se salva solo». En el plano individual, implica desarrollar hábitos de verificación informativa, pensar críticamente antes de compartir contenido, intentar sentir y pensar cómo se sentirá la persona que es víctima de la agresión. Significa entender que la comodidad de creer en narrativas simples y satisfactorias puede ser más peligrosa que confrontar la complejidad y profundidad real de los problemas.
La historia nos enseña que las democracias no caen solo por golpes militares espectaculares, sino por la erosión gradual del espacio público de debate profundo y diálogo respetuoso, la normalización de la violencia y la intimidación sistemática de quienes defienden la libertad. Reconocer que las amenazas contemporáneas son herederas directas de prácticas autoritarias, no es alarmismo: es simplemente leer correctamente las señales que la historia nos envía.
La pregunta no es solo si podemos permitirnos el lujo de preocuparnos por estos problemas, sino si podemos permitirnos el lujo de ignorarlos. Y en el caso específico de las universidades, la pregunta es: ¿podemos permitirnos perder estos espacios únicos donde las futuras generaciones aprenden a ser ciudadanos democráticos? La respuesta debe ser un rotundo no. La democracia universitaria no es un lujo académico, es una necesidad existencial para la supervivencia de la democracia misma. Y para eso, es urgente y necesario comprender al conflicto como una oportunidad de crecimiento y transformación para tod@s/es y con tod@s/es, entendiéndonos y respetándonos como sujetos de derecho que somos.
La democracia, tal como la entendían tanto Kirberg como Freire, no es solo un sistema de «gobierno institucional»; es, o más bien, debiera ser una pedagogía crítica y democrática en acción, donde la comunicación dialógica y la participación genuina son las herramientas fundamentales para construir una sociedad más justa y libre, donde podamos construir espacios realmente democráticos donde todas las voces tengan cabida y el diálogo respetuoso sea la norma, no la excepción.
Por Tamara Madariaga Venegas – Encargada de Responsabilidad Social Universitaria (RSU), Facultad de Humanidades
Tamara es psicóloga comunitaria, Diplomada de Educación en Derechos Humanos (INDH), y Experta en Trauma y Abordaje Psicosocial, Diploma Internacional, Círculo de Estudios para la Paz, Iberoamérica, con vasta experiencia en gestión, docencia universitaria e implementación de proyectos institucionales, con organismos nacionales e internacionales, como: INDH, MINEDUC, UNESCO, ACHNU, OEI. Amplios conocimientos en el área de la Educación en Derechos Humanos, educación intercultural, género, inclusión y diversidad.