Cuando Wendy (pseudónimo) era niña, pensaba que su casa estaba envuelta en “papel de regalo”. En realidad, se trataba de las llamadas Casas Copeva, viviendas que en 1997 se hicieron tristemente célebres por sus graves fallas estructurales, símbolo de la precariedad habitacional en Chile. Wendy vivía con sus padres en el sector sur de la Región Metropolitana y apenas veía a su papá, que trabajaba más de 12 horas diarias. Para cursar enseñanza media, sus padres la matricularon en un colegio del sector oriente, buscando un mejor futuro, quizá guiados por el discurso meritocrático neoliberal de la postdictadura.
Hoy, Wendy es profesora de historia en un Liceo Público de la Región Metropolitana. Sus estudiantes, muchos de ellos migrantes de Sudamérica y el Caribe, cargan sus propias injusticias: algunos cruzaron el desierto a pie y aún viven en Chile sin documentación formal. Las historias de Wendy y sus estudiantes se entrelazan. Durante mi investigación doctoral, observé cómo el odio hacia un sistema que ella considera injusto convive con formas cuidadosas de relacionarse desde la ternura. Cuando le pregunté a Wendy si entendía el odio como opuesto a la ternura, respondió:
No necesariamente. Yo entiendo el odio como un motor. Hay gente que reivindica el amor, me parece bacán, pero el odio lo encarno desde lo que me ha pasado en la vida, es contra los responsables que el sistema mantiene impunes. Pero obviamente soy muy cuidadosa y sensible con mis estudiantes, con ellos la ternura siempre.
Esta experiencia no es aislada: muestra cómo las emociones en la docencia se entrelazan con estructuras sociales que los enfoques tradicionales, incluida la psicología positiva, no siempre alcanzan a explicar en toda su complejidad. Durante los últimos 30 años, la comprensión dominante de las emociones en educación, basada en la psicología positiva, las reduce a categorías simplistas de “positivas” y “negativas”, invisibilizando sus dimensiones históricas, políticas y relacionales. Si pensamos en una educación democrática orientada a la justicia social, tal vez valga la pena explorar otras formas de comprender las emociones: no solo como atributos individuales que se regulan, sino también como prácticas situadas que dialogan con desigualdades y resistencias.
Como advierte la socióloga Eva Illouz, la psicología positiva no surge en el vacío: se articula con el sistema económico dominante, promoviendo una visión individualizada de las emociones, ligadas al progreso personal y la productividad. Esta alianza convierte la vida afectiva en un recurso para el éxito, invisibilizando las condiciones históricas y sociales que producen emociones como el odio, el resentimiento o la ternura. En Chile, como señala el doctor en Psicología y académico de la Universidad de Chile Rodrigo Cornejo, la educación emocional dominante —inspirada en organismos internacionales como el Banco Mundial, el BID y la OCDE, así como en el modelo estadounidense CASEL— ha privilegiado la regulación emocional orientada a la productividad y al logro de objetivos estandarizados, reforzando la lógica neoliberal en el ámbito educativo.
Cornejo y sus colegas proponen resistir esta lógica que convierte las emociones en capital humano y fomenta jerarquías emocionales. Plantean una educación emocional que permita a docentes y estudiantes reflexionar sobre cómo sus emociones están atravesadas por contextos históricos y políticos. Inspirándose en Freire, sugieren que los afectos se usen para nombrar, sentir e interpelar el mundo, no para adaptarse pasivamente.
Llegados a este punto, quizá muchos lectores se pregunten: ¿cómo llevar estas ideas a la práctica en la formación docente? ¿cómo traducir esta mirada crítica sobre las emociones en acciones concretas dentro (y a través) de la formación docente?
En primer lugar, nuestros espacios de formación —cursos, tutorías de práctica, talleres de formación continua— podrían invitar al profesorado a visibilizar y evaluar críticamente sus experiencias emocionales: ¿qué hace esta emoción con mis decisiones de enseñanza?, ¿cómo afecta la relación con mis colegas y estudiantes?
En segundo lugar, podemos trabajar con cartografías que rastreen la circulación de emociones en (y entre) lugares, discursos y personas, o corpografías que sitúen las emociones como experiencias encarnadas (p. ej.: carga en los hombros, dolor de estómago). En tercer lugar, siguiendo a Megan Boler, investigadora del Ontario Institute for Studies in Education (Canadá), propongo incorporar la indagación emocional crítica, que invita a cuestionar creencias y hábitos emocionales, como miedo hacia personas migrantes, asociación entre meritocracia y felicidad, u odio hacia la clase alta. El objetivo no es imponer verdades, sino abrir espacios dialógicos donde se reconozcan las experiencias y se trabaje colectivamente para cuestionar lo dado, sin negar emociones como rabia, culpa o frustración.
Volvamos a Wendy: ¿cómo entender el odio y la ternura sin reducirlos a buenos o malos? El odio que circula por sus experiencias no es un déficit, sino una respuesta situada frente a injusticias históricas. Y su ternura no es solo una habilidad interpersonal, sino una práctica política para sostener a estudiantes que enfrentan violencias actuales. En lugar de preguntarnos cómo regular el odio, podríamos preguntarnos qué condiciones lo producen y cómo podría convertirse en un motor pedagógico orientado a la justicia. Con Wendy aprendemos que el odio no solo proviene de “personas racistas y conservadoras”, como sugieren las redes sociales, sino también de personas comunes afectadas por múltiples injusticias del modelo dominante.
Las emociones no son un problema ni un obstáculo. Si queremos una educación democrática orientada a la justicia social, no basta con enseñar a “sentir bien”: necesitamos abrir las aulas a la incomodidad crítica, donde las emociones se piensen como prácticas sociales y políticas. La psicología positiva puso el bienestar en la agenda educativa, pero sus límites son evidentes. Hoy debemos trabajar sobre esos límites y abrir la formación docente a una comprensión histórica, relacional y política de las emociones. Solo así podremos transformar la educación en un proyecto público democrático.
Por Por Gerardo Ubilla Sánchez– Profesor del Departamento de Historia. Facultad de Humanidades, Usach.
gerardo.ubilla@usach.cl
Para quienes deseen consultar las fuentes, se incluyen las referencias utilizadas:
Boler, M. (2018). Affect and emotion: Dilemmas of conceptualization. Toward a critical interdisciplinary methodology. In M. Zembylas & P. A. Schutz (Eds.), Methodological advances in research on emotion and education (pp. 193–212). Springer.
Boler, M., & Zembylas, M. (2003). Discomforting truths: The emotional terrain of understanding differences. In P. P. Trifonas (Ed.), Pedagogies of difference: Rethinking education for social change (pp. 107–130). Routledge
Cornejo-Chávez, R., Vargas-Pérez, S., Araya-Moreno, R., & Parra-Moreno, D. (2021). La educación emocional: paradojas, peligros y oportunidades. Revista Saberes Educativos, (6), 1–24. https://doi.org/10.5354/2452-5014.2021.60681
Illouz, E. (2007). Intimidades congeladas: Las emociones en el capitalismo. Katz Editores