Fuente: The Clinic
El sketch protagonizado por Joaquín Lavín, Francisco Vidal, Marcela Cubillos e Iván Moreira entre otros, en el matinal del Canal 13, provocó no sólo variadas reacciones en las redes sociales, sino también críticas agudas como la profesada por Carlos Peña. Y no puede ser de otro modo, pues observamos con desgarro como la política chilena, en tiempos tan decisivos y sensibles como los actuales se posiciona descaradamente como un mal chiste.
No se trata de que el humor y la política sean fenómenos mutuamente excluyentes. Muy por el contrario. Si recordamos, con sus diversos artilugios el bufón era la figura encargada de hacer reír y entretener a la corte; pero tenía también el privilegio de decir lo que a nadie más le estaba permitido pronunciar y a reír incluso sobre la autoridad y los poderosos. Hoy, lo conocido como stand up comedy es justamente un instrumento político eficaz y de gran alcance. A través del arte de la comedia se puede ironizar con la tragedia individual o colectiva, reír también de los gobernantes, pero en ello no sólo se reclutan risas, sino que al mismo tiempo la denuncia del comediante planta sigilosamente un desosiego contemporáneo que insta a la crítica.
Chile tiene grandiosos ejemplos. Algunos de los momentos más importantes del Festival de Viña del Mar lo confirman. El humor de Natalia Valdebenito en Viña 2016, educando entre risas sobre feminismo, denuncia los abusos permanentes hacia la mujer y plantea la necesidad de una igualdad real. Posteriormente, la elaborada presentación de Jorge Alis en Viña 2019, que evidenció brillantemente una serie de problemas sociales del Chile real: inequidades sociales, precariedad del transporte público, cesantía encubierta, problemas migratorios, y quizás lo más agudo, el silencio constante del ciudadano resignado que jamás dice lo que piensa. Todos asuntos de tremenda relevancia política y que perdieron lo cómico al volverse de la máxima gravedad desde el estallido del 18 de octubre. En la misma línea, la valiente presentación humorística de Stefan Kramer en el último Festival de Viña siguió abiertamente una orientación política denunciatoria. Y cual visionario de nuestros días, deberíamos recordar cuando se burló abiertamente de la relación entre Joaquín Lavín y Francisco Vidal como una dupla a lo Melón y Melame. ¿Y acaso tras sus últimas apariciones nos cabe alguna duda?
Pero no nos confundamos. Una cosa es la función política que puede tener el humor, y otra muy distinta es hacer de la política un chiste; un mal chiste, para ser claros. Especialmente en atención a nuestra historia reciente, las figuras públicas deben tener especial cuidado en la forma en la que se dirigen a la ciudadanía. Hemos visto que frases negligentes no son perdonadas en su indolencia por la mera excusa del desconocimiento. Si un ministro no sabe de las condiciones de hacinamiento del país y otro, antes que él, afirma que muchas personas van a los consultorios de salud para hacer vida social, lo que resulta no es gracioso, sino provocador.
Pero la provocación justamente es terreno del humor, no de la política. Especialmente nuestra política, con una clase que debería concentrar todos sus esfuerzos en recuperar credibilidad, da un paso muy arriesgado al vestirse de humorada. ¿No notarán que tener de comediantes a Iván Moreira o a Marcela Cubillos indigna a una buena parte de la población? ¿Qué ver parodiar sobre el plebiscito al mencionado elenco le revuelve las tripas a todos quienes desde calles, repletas de lacrimógenas y algunos hoy ciegos, realmente impulsaron esa posibilidad histórica?
No se trata de que no pueda haber algo de humor en ella; a veces, parece incluso requerida para no ser insoportable. Sin embargo, cuando los políticos se tornan bufones, la política cae nuevamente en desgracia. Lo peligroso está justamente en que el humor, si bien puede servir a veces de denuncia, y otras tantas de edulcorante en la frustración, en tanto toca algo afectivo, puede también despertar la ira. Un chiste que nos ofende es una burla que promueve nuestra ofensiva. La política, por su parte, debería -contrario a ello- ser terreno templado, sereno reino para el intercambio de ideas, convicciones y visiones de mundo. La televisión, al igual que las redes sociales digitales, se han convertido en nuevos medios de vinculación política. Y sin duda es deseable que la política pueda tener esos espacios; pero siendo lo que ella es, y no modificando su esencia a las demandas por likes o sintonía.
Con todo, y para ser justos, la política no es sólo humorada por mala voluntad o el mero oportunismo político nacional. El fenómeno es más complejo ya que tiene raíces sociales y culturales mucho más profundas. La apuesta bufonesca de los políticos locales quizás, en buena parte, es respuesta a nuevos modelos y exigencias comunicacionales implícitas. Vivimos en sociedades con una bajísima tolerancia a la complicación, con una necesidad creciente por simplificar y amortiguar las dificultades; todo de la mano con una obligación por entretener, aligerar e ilustrar.
El paradigma del contenido light contemporáneo es el “meme”. Se alaba su genialidad por comunicar grandes mensajes o ideas en pocas palabras e imágenes a tono, y siempre con un infaltable toque de humor. Y por cierto sería una torpeza no reconocer el ingenio que tienen para llamar la atención, informar e introducir a cuestiones más hondas. Sin embargo, ¿debe ser siempre todo entretenido, gracioso, resumido y simple? Esta pregunta toca no sólo a la labor de la política, sino que nos obliga a replantear nuestra forma de relacionarnos con una serie de otros ámbitos: el amor, la educación, la familia, el trabajo, etc.
Que los dominios del humor no sean contaminados por la mala política. Porque lo necesitamos cotidianamente; no como facilitador soporífero de la existencia, ni mucho menos como contenido trivializado en redes sociales. El ser humano es el extraño animal que ríe, como sostuvo Nietzsche, pero también llora. Nuestra condición tiene la particularidad de hacer suya la comedia como una alternativa terapéutica para tratar el agobio, la carencia y justamente el llanto. Recurrir a ella dona en ocasiones de una fuerza afectiva única, irracional habría que decir, que nos potencia vitalmente. Pero de eso nos encargamos nosotros, cada uno y un buen número de comediantes profesionales, no unos cuantos políticos camaleónicos.