27 Ago 2020 / Noticias /
Columna de Dra. Diana Aurenque: “La tecnología ha muerto: ¡viva la tecnología!”

Fuente: The Clinic.

No importa cuántas veces nos decepcione: in technology, we trust. Si a principios del siglo XX los optimistas tecnológicos esperaban que la humanidad entera estaría mejor gracias a las innovaciones científico-tecnológicas, la primera Guerra Mundial  se encargó de decepcionarlos. Pero sólo por un momento. En efecto, la historia del siglo XX y de lo que llevamos del siglo XXI está repleta de aquello que en filosofía de la tecnología se conoce el utopísmo tecnológico. Y en tiempos de pandemia, la reactivación de esa utopía surge casi como respuesta instintiva ante el miedo.

La utopía técnica consiste en la expectativa de alcanzar algún ideal utópico,  la felicidad y el bienestar de la humanidad por ejemplo, por vías técnicas. Ejemplos hay por montones. Uno muy significativo lo observamos con el bullado Proyecto el Genoma Humano del año 1999, protagonizado por el también no exento de controversias Craig Venter, y que tenía por propósito secuenciar el genoma humano. Mediante un conocimiento más detallado de éste, se esperaba no sólo comprender mejor nuestra estructura genética, sino también poder manipular el genoma humano para prevenir enfermedades, tratarlas mejor o incluso, para algunos, mejorar nuestras capacidades. Independiente de las esperanzas comerciales asociados a ello, se buscaba lograr una mejora significativa en la vida de las personas. El genoma humano fue secuenciado con éxito, y por cierto muchas posibilidades terapéuticas son hoy posibles gracias a ello; pero, con todo, seguimos enfermando y continuamos muriendo.

En el contexto pandémico la utopía tecnológica se expresa bajo la forma de un “solucionismo” tecnológico. Pienso en dos casos muy concretos: por un lado, en la confianza depositada en contar con una vacuna contra el Sars-Cov2; y, por otro, en la efectividad esperada con la implementación de mecanismos digitales para trazar casos infectocontagiosos y sus contactos.

Cuando a comienzos de este mes el mandatario ruso Vladimir Putin aseguró que su país contaba con una vacuna efectiva y segura, muchas personas, no me cabe duda, respiraron con alivio. Se sabía desde hace varios meses que varios países estaban llevando a cabo estudios para dar con la fórmula adecuada para lograr la tan anhelada inmunización preventiva. Con su Sputnik 5, Rusia se adelanta a sus pares en China o Estados Unidos, generando una luz de esperanza en tiempos altamente sombríos. 

No obstante, esa sensación de consuelo bien podría ser sólo anestésica. Pues la virología no es ciencia simple. Para desarrollar una vacuna se requiere en promedio de 15 años. Además, una serie de pruebas para su efectividad y seguridad deben ser realizadas; sobre todo pasar exitosamente la fase 3 de los ensayos clínicos -donde la vacuna es testeada en miles de personas-. Si recordamos que Sputnik 5 ha sido generada en sólo unos meses, y que tampoco hay evidencia de que fue probada en grupos poblacionales numerosos, ¿no será quizás un tanto apresurado creer que gracias a esta vacuna todo estará mejor? Si la vacuna no es realmente efectiva, ello no sólo traerá consigo una decepción profunda en las personas, sino, peor aún, podría generar la falsa idea de que podemos circular seguros, mientras el virus sigue expandiéndose. O, como hemos descubierto hace poco en Holanda y Bélgica de que efectivamente hay indicios de que existen distintas cepas del virus, quizás la vacuna no sea efectiva para todas ellas, o para sus formas más graves.

Pero, incluso si somos optimistas y contamos con una vacuna efectiva, sea la rusa u otra, ¿qué nos hace pensar que pronto tendremos acceso a ella? Los países productores desde luego priorizarán la distribución de acuerdo a sus propios intereses sanitarios, sociales, económicos y políticos. Sabemos además que las empresas farmacéuticas poco conocen de comportamientos éticos o humanitarios. ¿Por qué esperar que contaremos con ella? Los implicados en desarrollar la vacuna, sea con recursos públicos, privados o en alianza, tienen absolutamente claro que el negocio de la vacuna contra el Covid-19 es cuantioso. ¿De verdad creemos que una vacuna, por sí sola, permitirá que estemos mejor?

El segundo ejemplo donde se observó una expectativa desmedida en la tecnología ocurrió precisamente con la posibilidad de controlar de la pandemia por medio de herramientas digitales. En Chile se intentó hace unos meses implementar la CoronaApp, pero fracasó luego de una serie de críticas justificadas por parte de juristas nacionales que, entre otras cosas, argumentaban que la App contradecía el derecho a la vida privada que está protegido constitucionalmente en nuestro país.

En otros países se ha implementado, o intentado hacer, Apps de proximidad para la trazabilidad de casos de personas con Covid-19. Con estas aplicaciones se espera acceder de forma más eficiente y rápida a datos epidemiológicos relevantes, así como a la información de geolocalización de personas contagiadas y de su movilidad para, con ello, monitorear la cadena de contagios e intervenir y aislar exclusivamente a los infectocontagiosos y contactos sospechosos. La idea suena cautivadora: aislar por fin a los que deben ser aislados y no a todos.

Pero la expectativa tecnológica nuevamente parece superar sus propias posibilidades. Pues una App de esta naturaleza trae consigo una serie de cuestionamientos éticos: desde asuntos relativos al derecho a la privacidad y a la protección de datos, pero también incluso a la protección de una posible estigmatización de las personas contagiadas o bajos sospecha de serlo. Adicionalmente, si bien los fines de la App suenan sensatos, a la fecha no contamos con ningún tipo de evidencia empírica para esperar que su uso efectivamente logrará su propósito: detener la cadena de contagios. O al menos, no existen argumentos para creer que es la mejor estrategia de todas para superar la pandemia y renunciar a tantos datos privados fundamentales. 

Es más, incluso en Singapur, país precursor en desarrollar rastreo digital a través de Bluetooth, menos de un cuarto de la población utiliza la TraceTogether App. Y la desconfianza es legítima si consideramos, tal como en el caso de las vacunas, que también en la creación de Apps existen fuertes intereses comerciales, y no sólo intereses humanitarios. ¿O acaso olvidamos que Google y Apple fueron de las primeras compañías que se asociaron en esta pandemia? La esperanza utópica en la tecnología parece ser la nueva religión. Y con la misma fe que se espera evitar cualquier interregno por falta de confianza en un mejor porvenir, ante el fracaso y el ocaso de una expectativa tecnológica depositamos una nueva fe en cualquier innovación que se nos presente como salvadora. Quizás ya es tiempo de reconocer que la tecnología ha muerto, tal y como lo entendería Nietzsche: como el fin de que solo una posibilidad es capaz de darnos sentido a nuestra siempre vulnerable vida.