La democracia universitaria constituye una de las expresiones más complejas y densas de la vida pública, precisamente porque condensa en su seno las tensiones entre autoridad y deliberación, entre institucionalidad y conflicto, entre generaciones que piensan, sienten y actúan desde temporalidades políticas distintas. No es un concepto unívoco ni estable: la democracia —también en la universidad— es un concepto en disputa, un campo semántico atravesado por múltiples estratos de sentido y por horizontes de expectativas que varían con las experiencias históricas de cada generación. Su carácter polisémico no es una debilidad, sino su condición vital: la democracia existe en tanto es debatida, reinterpretada y resignificada.
En este marco, la universidad pública se erige como un espacio privilegiado de experimentación democrática. En ella se ensayan formas de convivencia y deliberación que exceden el mero cumplimiento de normas o procedimientos; se trata de una democracia sustantiva, que aspira a la igualdad en la palabra, en la toma de decisiones y en la construcción del conocimiento. Esta aspiración, sin embargo, se enfrenta a los límites concretos de la ley, a las exigencias de la institucionalidad pública y a las asimetrías reales entre los distintos estamentos. Los desafíos contemporáneos exigen mantener un equilibrio entre esos límites jurídicos y la apertura de espacios de imaginación política, donde sea posible repensar las prácticas de participación y convivencia sin desbordar los marcos que resguardan el bien común.
Las diferencias generacionales se expresan aquí con especial fuerza. No se trata únicamente de una cuestión etaria, sino de una divergencia en las formas de concebir la acción colectiva y los modos de intervención política. Las generaciones que vivieron la transición democrática suelen asociar la deliberación con el acuerdo y la institucionalidad; las generaciones más recientes, en cambio, conciben la democracia como un proceso expansivo, performativo y, muchas veces, disruptivo. Para unas, la estabilidad institucional garantiza el espacio de la crítica; para otras, la crítica misma se convierte en el gesto constitutivo de lo democrático. Esta tensión, lejos de ser un obstáculo, es una fuente de renovación: es en la fricción entre esos distintos regímenes de experiencia donde la universidad puede volver a pensarse a sí misma como comunidad plural y reflexiva.
Desde esta perspectiva, la protesta estudiantil debe ser comprendida desde su densidad histórica. En ella se condensan no solo demandas coyunturales, sino también un lenguaje político que busca interpelar los límites del orden existente. Las nuevas generaciones expresan su descontento y sus aspiraciones en repertorios simbólicos distintos —redes digitales, performances, ocupaciones, gestos de desobediencia— que pueden resultar extraños o incómodos para quienes fueron socializados en otros modos de hacer política. No obstante, esa incomodidad constituye el punto de partida para el diálogo intergeneracional: la tarea de los universitarios de mayor experiencia es escuchar las transformaciones del lenguaje políticode su tiempo, sin renunciar a la crítica, pero también sin clausurar la posibilidad de aprender de ellas.
De igual modo, es imperativo condenar toda forma de violencia, física o simbólica, que desvirtúe el sentido emancipador de la acción colectiva. La violencia niega la palabra y fractura el lazo comunitario sobre el que se funda la vida universitaria. No hay proyecto de democratización posible allí donde se instala el miedo o la exclusión. Sin embargo, la condena a la violencia debe ir acompañada de la voluntad de comprender sus causas: muchas veces surge de frustraciones acumuladas, de promesas no cumplidas o de la percepción de que los canales de diálogo se han vuelto ineficaces. Recuperar esos espacios de palabra es, por tanto, una tarea política de primer orden.
En este sentido, retomar los diálogos no puede ser entendido como un mero ejercicio procedimental, sino como una apuesta ética y política por reformular las prácticas intergeneracionales de convivencia, revisando los códigos, los ritmos y las formas de legitimidad que cada generación considera válidos. Una comunidad universitaria democrática no se define por la homogeneidad, sino por la capacidad de sostener el disenso sin anular al otro. Ello requiere de autoridades dispuestas a escuchar con apertura, de profesores capaces de traducir las tensiones en reflexión, de funcionarios que garanticen la continuidad institucional y de estudiantes que comprendan que la protesta es más poderosa cuando preserva la palabra.
La democracia, como categoría política y experiencia histórica, no se agota en una definición estable. Es un concepto atravesado por capas semánticas que se superponen: la democracia como orden jurídico, como forma de vida, como horizonte de emancipación, como conflicto o como promesa. Cada una de esas acepciones se reactiva en la universidad, en el cruce entre generaciones que heredan, discuten y transforman los significados recibidos. Por eso, hablar de democracia universitaria no es apelar a una institucionalidad fija, sino reconocer una dinámica de disputa interpretativa permanente, donde el desacuerdo no destruye, sino que funda lo común.
Solo en esa tensión —entre memoria y cambio, entre estabilidad y crítica, entre generaciones que dialogan desde distintas temporalidades— puede la universidad pública cumplir su papel histórico: ser una escuela de ciudadanía, un espacio donde se aprende a convivir en la diferencia, a disputar con respeto y a imaginar, una y otra vez, los contornos siempre inacabados de lo democrático.
Hoy tenemos un camino para que esa imaginación se despliegue en práctica política intergeneracional: el claustro universitario. No dejemos que la clausura del debate limite nuestros horizontes de pensar una democracia más plena. Las posibilidades de futuros compartidos, donde primen el dialogo, el disenso, el consenso y los acuerdos efectivos, sean parte de las primeras acciones que nos permitan avanzar en transformaciones institucionales. Antes de instalar la imposición, abramos la puerta del diálogo y la colaboración.
Por Cristina Moyano Barahona – Decana Facultad de Humanidades Usach